Discurso
pronunciado por José Antonio Primo de Rivera en el Cine
Madrid, de Madrid, el día 17 de noviembre de 1935.-
Estos que veis aquí
con camisas azules y cordones rojos y negros son los
camaradas que integran el Consejo Nacional. Durante dos
días han estado trabajando en abnegado silencio y han
conseguido elaborar con la precisión que es el premio
de las tareas en que se pone el alma declaraciones
fundamentales para nuestro movimiento. Esos que casi no
veis allá, esos que se pierden en la penumbra del local
más grande de Madrid, son todos los que vienen a
deciros, con su presencia y con su asistencia, que creen
en el porvenir de nuestras flechas y nuestros yugos y en
la eficacia de las verdades que, en silencio abnegado,
ha puesto en orden el Consejo.
Felices los que gozamos
juntos de esta alta temperatura espiritual. Felices los
que tenemos este refugio contra la dispersión y contra
la melancolía del ambiente, porque fuera de aquí, en
otras partes, en esa especie de gran cinematógrafo
nacional, más pequeño que éste y seguramente en vísperas
de clausura, que se llama Congreso de los Diputados, es
tal ya la melancolía, es tal el tedio que se siente,
está ya, después de esa bazofia turbia que acabamos de
tragamos hace unos días, y de la que han tratado de
darnos varias raciones más, está ya el ambiente tan
muerto, que los que concurrimos a ese ámbito hemos
perdido en nuestros estómagos hasta la aptitud para la
náusea. Aquello se cae a pedazos, se muere de tristeza,
todo es aire de pantano insalubre, todo es barrunto de
una muerte próxima y sin gloria. ¿No notáis que se
respira una atmósfera semejante a la de aquellos días
últimos de 1930, en que ya preveíamos todos la
proximidad de una sima? Esto se muere, y se muere después
de una vida de esterilidad. Acaso tal muerte constituya
una sorpresa para algunos; pero vosotros, los que
asististeis al mitin del teatro de la Comedia el 29 de
octubre de 1933, oísteis este vaticinio, que, para no
dejarnos mentir, anda en letras de molde; oísteis el
vaticinio que decía: "En estas elecciones, votad
lo que os parezca menos malo; pero no saldrá de ahí
nuestra España, ni está ahí nuestro, marco. Esa es
una atmósfera turbia, cansada, como de taberna al final
de una noche crapulosa. No está ahí nuestro sitio. Yo
creo que soy candidato; pero lo soy sin fe y sin
respeto. Y esto lo digo ahora, cuando ello puede hacer
que se me retraigan todos los votos. No me importa
nada". Ya veis, después de dos años, que no me
equivoque.
Después de todo, si no
ocurriera más que eso, que se acabara ese tinglado cuyo
derrumbamiento todos hemos previsto, y hemos apetecido
muchos, nosotros no tendríamos nada que hacer ante el
espectáculo. Pero no es esto sólo. Es que, en vísperas
de hundimiento, tiene que acongojamos la pregunta: ¿Y
qué vendrá después? Este noviembre de 1935, tan
semejante al diciembre de 1930, ¿qué es lo que
anuncia? ¿La vuelta de las formas caídas? No creo que
la espere nadie. ¿La vuelta de Azaña, y digo Azaña
para personificar a las izquierdas republicanas? No lo
creáis. Azaña tuvo una ocasión ciertamente
envidiable; tuvo una ocasión en que se encontraron en
sus manos estos dos prodigiosos ingredientes: de una
parte, la fe colectiva, abierta, dócil, y un pueblo en
trance de alegría; de otra parte, unas nada comunes
dotes de político, un extraordinario desdén por el
aplauso, una privilegiada precisión dialéctica. Eso
tuvo Azaña, y por eso pudo haber trazado las líneas de
una gran época histórica. Pero le faltó una cosa
esencial: le faltó el alma cálida que percibió Ortega
y Gasset en otro hombre de Estado español; le faltó el
alma cálida, y en vez de haber aprovechado aquello para
infundir un aliento común, una fe colectiva a la España,
blanda como la cera, que tenía en las manos, se
entretuvo en un diabólico esteticismo, como de tortura
asiática; llevó a España casi a la locura, casi a la
desesperación, y de esa suerte, España, en vez de
aprovechar su coyuntura de alegría, se fue dividiendo,
se fue encolerizando, se fue llenando de rencor de unos
contra otros. Al fin, cayó aquello, y España volvió a
sentirse libre, como quien sale de una red o de una cárcel.
Azaña no tendría
ahora las masas del 14 de abril, las masas ingenuas y
alegres del 14 de abril. Si ahora viniera Azaña, sería
sobre el lomo de otras masas harto, distintas, de las
masas torvas, rencorosas, envenenadas por los agentes
españoles del bolcheviquismo ruso. Y contra esas masas,
que ya no serían dócil instrumento en las manos de su
rector, sino torrente que le desbordase y le sometiera a
su arbitrio; contra esas masas, el esteticismo elegante
y estéril de Azaña no podría ni poco ni mucho.
No creáis que exagero.
La censura y otras instituciones nos permiten vivir
rodeados como de un halo color de rosa; pero en algunas
provincias españolas no hay censura, y aun donde la
hay, todos los domingos se celebran mítines
socialistas. Id a ellos; ya veréis cómo vienen de
suaves y tolerantes las masas socialistas; puños en
alto, aclamaciones a Largo Caballero y a González Peña;
glorificación de la tragedia de Asturias, que, para no
estar falta de nada repugnante, tuvo hasta el
contubernio con el separatismo. Eso todos los domingos,
eso en todos los periódicos socialistas y comunistas
que se publican en España. Ved este libro: Octubre. Es
un documento oficial que contiene, avaladas por la firma
del presidente de las juventudes socialistas de España,
las conclusiones políticas de la entidad. Y estas
conclusiones, que no necesitan comentarios, son
simplemente del tenor que sigue: "Por la
bolchevización del partido socialista". "Por
la transformación de la estructura de partido en un
sentido centralista y con un aparato ¡legal."
"Por la propaganda antimilitarista." "Por
la derrota de la burguesía y el triunfo de la revolución
bajo la forma de la dictadura proletaria." Por la
reconstrucción del movimiento obrero internacional
sobre la base de la revolución rusa." Esto es lo
que se dice en tono oficial por las juventudes
socialistas, que en la actual disgregación del partido
van ganando cada vez posiciones más fuertes; esto es lo
que os espera, burgueses españoles y obreros españoles,
si triunfa otra vez, bajo un disfraz u otro, la revolución
de nuestros marxistas. Todo esto encierra la amenaza de
un sentido asiático, ruso, contradictorio con toda la
manera occidental, cristiana y española de entender la
existencia.
El movimiento ruso no
tiene nada que ver con aquella primavera sentimental de
los movimientos obreros; el comunismo ruso viene a
implantar la dictadura del proletariado, la dictadura
que no ejercerá el proletariado, sino los dirigentes
comunistas servidos por un fuerte Ejército rojo; la
dictadura que os hará vivir de esta suerte: sin
sentimientos religiosos, sin emoción de patria, sin
libertad individual, sin hogar y sin familia. En Rusia,
sabedlo, ya no existe el hogar; quizá otras veces os
hayan presentado un aspecto más duro, más sangriento,
del régimen ruso; pero ved si vosotros, españoles, con
alma de hombres libres, soportáis esto: el Estado ruso
se afana en proporcionar a los obreros sanatorios donde
se curen, granjas donde reposen de sus fatigas; sí,
trata de hacerlo y lo hace en algunas ciudades, pero les
niega aquella libertad que ha de tener todo hombre para
elegir su propio reposo. Un obrero como el español no
podría irse los domingos con su familia al campo para
comerse la merienda en paz y en gracia de Dios, porque
el Estado ruso, que lo organiza todo como un hormiguero,
los obliga a ir a campos de reposo y a pasar sus
vacaciones en tales sitios de esparcimiento. Sólo este
horror de que tengamos que comer en los comedores
colectivos y no saber lo que es el hogar familiar, sólo
este horror de que tengamos que divertirnos técnica y
sistemáticamente en lugares en que probablemente no se
divierte, nadie, sólo este horror, a cualquier burgués
español, a cualquier obrero español le escalofrío.
El régimen ruso en
España sería un infierno. Pero ya sabéis por Teología
que ni siquiera el infierno es el mal absoluto. Del
mismo modo, el régimen ruso no es mal absoluto tampoco:
es, si me lo permitís, la versión infernal del afán
hacia un mundo mejor. Si se tratara solamente de una
extravagancia satánica, del capricho de unos cuantos
ideólogos, es cierto que el régimen ruso no llevaría
dieciocho años de existencia ni constituiría un grave
peligro. Lo que ocurre es que el régimen ruso ha venido
a nacer en el instante en que el orden social anterior,
el orden liberal capitalista, estaba en los últimos
instantes de su crisis y en los primeros de su
definitiva descomposición. Ya vosotros sabéis de
antiguo cómo distinguimos nosotros entre la propiedad y
el capitalismo. Si alguna duda hubiera, las palabras de
Raimundo Fernández Cuesta, que eran todas de luz, lo
hubieran puesto suficientemente en claro. Yo os invito,
para que nunca más pueda jugarse con la ambigüedad de
estas palabras, a que me sigáis en el siguiente
ejemplo: imaginad un sitio donde habitualmente se juegue
a algún juego difícil. En esta partida se afanan
todos, ponen su destreza, su ingenio, su inquietud,
hasta que un día llega uno más cauto que ve la partida
y dice: "Perfectamente; aquí unos ganan y otros
pierden; pero los que ganan y los que pierden necesitan
para ganar o perder esta mesa y estas fichas. Bien: pues
yo, por cuatro cuartos, compro la mesa y las fichas, se
las alquilo a los que juegan y así gano todas las
tardes". Pues éste, que sin riesgo, sin esfuerzo,
sin afán ni destreza, gana con el alquiler de las
fichas, éste es el capital financiero. El dinero nace
en el instante en que la economía se complica hasta el
punto de que no pueden realizarse las operaciones económicas
elementales con el trueque directo de productos y
servicios. Hace falta un signo común con que todos nos
podamos entender, y este signo es el dinero; pero el
dinero, en principio, no es más que eso: un denominador
común para facilitar las transacciones. Hasta que
llegan quienes convierten a ese signo en mercancía para
su provecho, quienes, disponiendo de grandes reservas de
este signo de crédito, lo alquilan a los que compran y
a los que venden. Pero hay otra cosa: como la cantidad
de productos que pueden obtenerse, dadas ciertas medidas
de primera materia y trabajo, no es susceptible de
ampliación; como no es posible para alcanzar aquella
cantidad de productos disminuir la primera materia, ¿qué
es lo que hace el capitalismo para cobrarse el alquiler
de los signos de crédito? Esto: disminuir la retribución,
cobrarse a cuenta de la parte que le corresponde a la
retribución del trabajo en el valor del producto. Y
como en cada vuelta de la corriente económica el
capitalismo quita un bocado, la corriente económica va
estando cada vez más anémica y los retribuidos por
bajo de lo justo van descendiendo de la burguesía
acomodada a la burguesía baja, y de la burguesía baja
al proletariado, y, por otra parte, se acumula el
capital en manos de los capitalistas; y tenemos el fenómeno
previsto por Carlos Marx, que desemboca en la Revolución
rusa.
Así, el sistema
capitalista ha hecho que cada hombre vea en los demás
hombres un posible rival en las disputas furiosas por el
trozo de pan que el capitalismo deja a los obreros, a
los empresarios, a los agricultores, a los comerciantes,
a todos los que, aunque no lo creáis a primera vista,
estáis unidos en el mismo bando de esa terrible lucha
económica; a todos los que estáis unidos en el mismo
bando, aunque a veces andéis a tiros entre vosotros. El
capitalismo hace que cada hombre sea un rival por el
trozo de pan. Y el liberalismo, que es el sistema
capitalista en su forma política, conduce a este otro
resultado: que la colectividad, perdida la fe en un
principio superior, en un destino común, se divida
enconadamente en explicaciones particulares. Cada uno
quiere que la suya valga como explicación absoluta, y
los unos se enzarzan con los otros y andan a tiros por
lo que llaman ideas políticas. Y así como llegamos a
ver en lo económico, en cada mortal, a quien nos
disputa el mendrugo, llegamos a ver en lo político, en
cada mortal, a quien nos disputa el trozo de poder, la
parte de poder que nos asignan las constituciones
liberales.
He aquí por qué, en
lo económico y en lo político, se ha roto la armonía
del individuo con la colectividad de que forma parte, se
ha roto la armonía del hombre con su contorno, con su
patria, para dar al contorno una expresión que ni se
estreche hasta el asiento físico ni se pierda en
vaguedades inaprehensibles.
Perdida la armonía del
hombre y la patria, del hombre y su contorno, ya está
herido de muerte el sistema. Concluye una edad que fue
de plenitud y se anuncia una futura Edad Media, una
nueva edad ascensional. Pero entre las edades clásicas
y las edades medias ha solido interponerse, y éste es
el signo de Moscú, una catástrofe, una invasión de
los bárbaros.
Pero en las invasiones
de los bárbaros se han salvado siempre las larvas de
aquellos valores permanentes que ya se contenían en la
edad clásica anterior. Los bárbaros hundieron el mundo
romano, pero he aquí que con su sangre nueva fecundaron
otra vez las ideas del mundo clásico. Así, más tarde,
la estructura de la Edad Media y del Renacimiento se
asentó sobre líneas espirituales que ya fueron
iniciadas en el mundo antiguo.
Pues bien: en la
revolución rusa, en la invasión de los bárbaros a que
estamos asistiendo, van ya, ocultos y hasta ahora
negados, los gérmenes, de un orden futuro y mejor.
Tenemos que salvar esos gérmenes, y queremos salvarlos.
Esa es la labor verdadera que corresponde a España y a
nuestra generación: pasar de esta última orilla de un
orden económico social que se derrumba a la orilla
fresca y prometedora del orden que se adivina; pero
saltar de una orilla a otra por un esfuerzo de nuestra
voluntad, de nuestro empuje y de nuestra clarividencia;
saltar de una orilla a otra sin que nos arrastre el
torrente de la invasión de los bárbaros.
Esta pérdida de armonía
del hombre con su contorno origina dos actitudes: una,
la que dice: "Esto ya no tiene remedio; ha sonado
la hora decisiva para el mundo en que nos tocó nacer, y
no hay sino resignarse, llevar a sus últimas
consecuencias la dispersión, la descomposición".
Es la actitud del anarquismo: se resuelve la desarmonía
entre el hombre y la colectividad disolviendo a la
colectividad en los individuos; todo se disgrega como un
trozo de tela que se desteje. Otra actitud es la
heroica: la que, rota la armonía entre el hombre y la
colectividad, decide que ésta haga un esfuerzo
desesperado, para absorber a los individuos que tienden
a dispersarse. Estos son los Estados totales, los
Estados absolutos.
Yo digo que si la
primera de las dos soluciones es disolvente y funesta,
la segunda no es definitiva. Su violento esfuerzo puede
sostenerse por la tensión genial de unos cuantos
hombres, pero en el alma de esos hombres late, de
seguro, una vocación de interinidad; esos hombres saben
que su actitud se resiste en las horas de tránsito,
pero que, a la larga, se llegará a formas más maduras
en que tampoco se resuelva la disconformidad anulando el
individuo, sino en que vuelva a hermanarse el individuo
en su contorno por la reconstrucción de esos valores
orgánicos, libres y eternos, que se llaman el
individuo, portador de un alma; la familia, el
Sindicato, el Municipio, unidades naturales de
convivencia.
Tal misión es la que
ha sido reservada a España y a nuestra generación, y
cuando hablo de nuestra generación, ya entenderéis que
no aludo a un valor cronológico; eso sería demasiado
superficial. La generación es un valor histórico y
moral; pertenecemos a la misma generación los que
percibimos el sentido trágico de la época en que
vivimos, y no sólo aceptamos, sino que recabamos para
nosotros la responsabilidad del desenlace. Los
octogenarios que se incorporen a esta tarea de
responsabilidad y de esfuerzo pertenecen a nuestra
generación; aquellos, en cambio, por jóvenes que sean,
que se desentiendan del afán colectivo, serán
excluidos de nuestra generación como se excluye a los
microbios malignos de un organismo sano.
Esta conciencia de la
generación está en todos nosotros. Y, sin embargo,
andamos ahora partidos en dos bandos, por lo menos...;
andan partidos en dos bandos los de fuera de Falange: la
izquierda y la derecha.
¿Qué es la juventud
de izquierda? Es la que creyó en el 14 de abril de
1931. ¿Qué es la juventud de derecha? Es la que creyó
en el 19 de noviembre de 1933. Pero fijaos en que
aquella juventud de izquierda fue la primera en
declararse defraudada cuando, lo que pudo ser ocasión
nacional del 1931, se resolvió en una ocasión
rencorosa de represalia zafia, persecutoria y torpe, en
que pronto se sobrepuso a la alegría colectiva del 14
de abril el viejo anticlericalismo sectario y pestilente
de los Albornoces y de los Domingos. Y la juventud de
noviembre de 1933 también llevaba en el alma la
convicción de que salía de aquella tortura del primer
bienio para entrar, a la carrera, cuesta arriba, en una
ocasión nacional y reconstructora; pero a ella también
se le ha metido en el alma el desaliento cuando la ocasión
revolucionaria de Asturias y Cataluña, en vez de tener
el desenlace limpio y tajante que exigían todos, se ha
disuelto en trámites y componendas inacabables, y
cuando aquellos propósitos de justicia social que se
agitaban en la propaganda, han tenido que sacrificarse
por necesidades políticas al burdo egoísmo de los
caciques que se llaman agrarios.
Desbordando sus rótulos,
los muchachos de izquierda y derecha que yo conozco han
vibrado juntos siempre que se ha puesto en juego algún
ansia profunda y nacional. Yo he visto a los diputados jóvenes
de derechas que se sientan cerca de mí, físicamente,
en el Parlamento, felicitarme cuando me opuse a aquel
monstruoso retroceso de la contrarreforma agraria, y he
visto a los jóvenes de izquierdas felicitarme cuando he
denunciado en público la inmoralidad y el estrago de
cierto partido del régimen. En cuanto llega así un
trance de prueba nacional o de prueba moral, nos
entendemos todos los jóvenes españoles, a quienes nos
resultan estrechos los moldes de la izquierda y de la
derecha. En la derecha y en la izquierda tuvieron que
alistarse los mejores de quienes componen nuestra
juventud, unos por reacción contra la insolencia y
otros por asco contra la mediocridad; pero al revolverse
contra lo uno y contra lo otro, al alistarse por reacción
del espíritu bajo las banderas contrarias, tuvieron que
someter el alma a una mutilación, resignarse a ver a
España sesgada, de costado, con un ojo, como si fueran
tuertos de espíritu. En derechas e izquierdas juveniles
arde, oculto, el afán por encontrar en los espacios
eternos los trozos ausentes de sus almas partidas, por
hallar la visión armoniosa y entera de una España que
no se ve del todo si se mira de un lado, que sólo se
entiende mirando cara a cara, con el alma y los ojos
abiertos.
En esta hora solemne me
atrevo a formular un vaticinio: la próxima lucha, que
acaso no sea electoral, que acaso sea más dramática
que las luchas electorales, no se planteará alrededor
de los valores caducados que se llaman derecha e
izquierda; se planteará entre el frente asiático,
torvo, amenazador, de la revolución rusa en su traducción
española, y el frente nacional de la generación
nuestra en línea de combate.
Ahora, que bajo esta
bandera del frente nacional no se podrá meter mercancía
de contrabando. Es la palabra demasiado alta para que
nadie la tome como apodo. Habrá centinelas a la entrada
que registren a los que quieran penetrar para ver si de
veras dejaron fuera en el campamento todos los intereses
de grupo y de clase; si traen de veras encendida en el
alma la dedicación abnegada a esta empresa total,
situada sobre la cabeza de todos; si conciben a España
como un valor total fuera del cuadro de valores
parciales en que se movió la política hasta ahora.
Concretamente, los centinelas han de tener consignas que
señalen los límites del frente nacional: primero, un límite
histórico; nada de propósitos reaccionarios, nada de
nostalgias clandestinas, de formas terminadas o de
vuelta a sistemas sociales y económicos reprobados. No
basta con venir cantando himnos. Estas cosas tienen que
haberse dejado sinceramente a la entrada por quienes
aspiren a que los centinelas les dejen paso. Segundo, un
límite moral. Nosotros no podemos sentirnos solidarios
de aquellas gentes que han habituado a sus pulmones y a
sus entrañas a vivir en los climas morales donde pueden
florecer estraperlos. Esto son los linderos
infranqueables en lo negativo; esto es lo que excluye...
Pero no basta la
exclusión. Hay que proponerse, positivamente, una
tarea. La de dar a España estas dos cosas perdidas:
primera, una base material de existencia que eleve a los
españoles al nivel de seres humanos; segunda, la fe en
un destino nacional colectivo y la voluntad resuelta de
resurgimiento. Estas dos cosas tienen que ser las que se
imponga como tarea el grupo, el frente en línea de
combate de nuestra generación. Y hace falta, para que
nadie se llame a engaño, decir lo que contienen estas
dos proposiciones terminantes.
Resurgimiento económico
en España. Os decía que el fenómeno del mundo es la
agonía del capitalismo. Pues bien: de la agonía del
capitalismo no se sale sino por la invasión de los bárbaros
o por una urgente desarticulación del propio
capitalismo. ¿Qué vamos a elegir sino esta salida? Y
en ella hay tres capítulos que exigen tres labores de
desarticulación: El capitalismo rural, el capitalismo
bancario y el capitalismo industrial. Son los tres muy
desigualmente propicios a la desarticulación. El
capitalismo rural es bien fácil de desarticular. Fijaos
en que me refiero estrictamente a aquello que consiste
en usar la tierra como instrumento de rentas, o, según
decían algunos economistas, como valor de obligación.
No llamo de momento capitalismo rural a aquel que
consiste en facilitar créditos a los labradores, porque
éste entra en el capitalismo financiero, a que aludiré
en seguida, y tampoco a la explotación del campo en
forma de gran empresa. El capitalismo rural consiste en
que, por virtud de unos ciertos títulos inscritos en el
Registro de la Propiedad, ciertas personas que no saben
tal vez dónde están sus fincas, que no entienden nada
de su labranza, tienen derecho a cobrar una cierta renta
a los que están en esas fincas y las cultivan. Esto es
sencillísimo de desarticular, y conste que al enunciar
el procedimiento de desarticulación no formulo todavía
un párrafo programático de la Falange; el
procedimiento de desarticulación del capitalismo rural
es simplemente éste: declarar cancelada la obligación
de pagar la renta. Esto podrá ser tremendamente
revolucionario, pero, desde luego, no originará el
menor trastorno económico; los labradores seguirán
cultivando sus tierras, los productos seguirán recogiéndose
y todo funcionaría igual.
Le sigue, en orden de
la dificultad ascendente, la desarticulación del
capitalismo financiero. Esto es distinto. Tal como está
montada la complejidad de la máquina económica, es
necesario el crédito; primero, que alguien suministre
los signos de créditos admitidos para las
transacciones; segundo, que cubra los espacios de tiempo
que corren desde que empieza el proceso de la producción
hasta que termina. Pero cabe transformación en el
sentido de que este manejo de los signos económicos de
crédito, en vez de ser negocio particular, de unos
cuantos privilegiados, se convierta en misión de la
comunidad económica entera, ejercida por su instrumento
idóneo, que es el Estado. De modo que al capitalismo
financiero se le puede desmontar sustituyéndolo por la
nacionalización del servicio de crédito.
Queda, por último, el
capital industrial. Este es, de momento, el de
desmontaje más difícil, porque la industria no cuenta
sólo con el capital para fines de crédito, sino que el
sistema capitalista se ha infiltrado en la estructura
misma de la industria. La industria, de momento, por su
inmensa complejidad, por el gran cúmulo de instrumentos
que necesita, requiere la existencia de diferentes
patrimonios: la constitución de grandes acervos, de
disponibilidades económicas sobre la planta jurídica
de la sociedad anónima. El capital anónimo viene a ser
el titular del negocio que sustituye a los titulares
humanos de las antiguas empresas. Si en este instante se
desmontase de golpe el capitalismo industrial, no se
encontraría, por ahora, expediente eficaz para la
constitución de industria, y esto determinaría, de
momento, un grave colapso.
Así, pues, en la
desarticulación del orden capitalista, lo más fácil
es desmontar el, capitalismo rural; lo inmediatamente fácil,
desmontar o sustituir el capitalismo financiero; lo más
difícil, desmontar el capitalismo industrial. Pero como
Dios está de nuestra parte, resulta que en España
apenas hay que desmontar capitalismo industrial, porque
existe muy poco, y en lo poco que hay, aligerando
algunas cargas constituidas por Consejos de Administración
lujosos, por la pluralidad de empresas para servicios
parecidos y por abusiva concesión de acciones
liberadas, nuestra modesta industria recobraría toda su
agilidad y podría aguardar relativamente bien durante
esta época de paso. Quedarían, para una realización
inmediata, la nacionalización del crédito y la reforma
del campo. He aquí por qué España, que es casi toda
agraria, rural, se encuentra con que, en este periodo de
liquidación del orden capitalista, está en las mejores
condiciones para descapitalizarse sin catástrofe. He ahí
por qué, no por vana palabrería, contaba con esta razón
al decir que la misión de saltar por encima de la
invasión de los bárbaros y establecer un orden nuevo
era una misión reservada a España.
Dos cosas positivas
habrán, pues, de declarar quienes vengan a alistarse en
los campamentos de nuestra generación: primera, la
decisión de ir, progresiva, pero activamente, a la
nacionalización del servicio de banca; segunda, el propósito
resuelto de llevar a cabo, a fondo, una verdadera ley de
Reforma Agraria.
La reforma agraria no
es sólo para nosotros un problema técnico, económico,
para ser estudiado en frío por las escuelas; la reforma
agraria es la reforma total de la vida española. España
es casi toda campo. El campo es España; el que en el
campo español se impongan unas condiciones de vida
intolerables a la humanidad labradora en su contorno
español no es sólo un problema económico: es un
problema entero, religioso y moral. Por eso es
monstruoso acercarse a la reforma agraria con sólo un
criterio económico; por eso es monstruoso poner en
pugna interés material con interés material, como si sólo
de ése se tratara; por eso es monstruoso que quienes se
defienden contra la reforma agraria aleguen sólo títulos
de derecho patrimonial, como si los de enfrente, los que
reclaman desde su hambre de siglos, sólo aspirasen a
una posesión patrimonial y no a la íntegra posibilidad
de vivir como seres religiosos y humanos.
Esta reforma agraria tendrá también dos capítulos:
primero, la reforma económica; segundo, la reforma
social.
Una gran parte de España es inhabitable, es
incultivable. Sujetar a las gentes que ahora vienen
adheridas a estos suelos es condenarlas a la miseria
para siempre. Hay eriales que nunca debieron dejar de
ser eriales; hay pedregales que no se debían haber
labrado nunca. Así, pues, lo primero que tiene que
hacer una reforma agraria inteligente es delimitar las
superficies cultivables de España, delimitar las
actuales superficies cultivables y las superficies que
pueden ponerse en cultivo con las obras de riego que
inmediatamente hay que intensificar. Y, después de eso,
tener el valor de dejar que las tierras incultivables
vuelvan al bosque, a la nostalgia del bosque de nuestras
tierras calvas, devolverlas a los pastos, para que
renazca nuestra riqueza ganadera, que nos hizo fuertes y
robustos; devolver todo eso a lo que no es cultivo; no
volver a meter un arado en su pobreza. Una vez
delimitadas las tierras cultivables de España,
proceder, dentro aún de la operación económica, a
reconstruir las unidades de cultivo. Sobre esto ha
trabajado admirablemente nuestro Consejo Nacional. En líneas
generales, puede señalarse tres tipos de cultivo,
puesto que, desde este punto de vista, los de las
regiones del Norte y de Levante, en cierto modo se
pueden emparejar; hay tres clases de cultivo: los
grandes cultivos de secano, que necesitan una
industrialización y un empleo de todos los medios técnicos
que sean necesarios para que produzcan económicamente,
y que han de someterse a un régimen sindical; los
cultivos pequeños, en general los cultivos de regadío
o los cultivos de tierras en zona húmeda: éstos han de
parcelarse para constituir la unidad familiar: pero como
ocurre que en muchas de esas tierras se ha exagerado la
parcelación y se ha llegado al minifundio antieconómico,
lo que en muchos casos será parcelación, en otros será
agrupación para que se formen las unidades familiares
de cultivo, los cotos familiares de cultivo, o se regirán
por un régimen familiar corporativo, para el suministro
de aperos y para la colocación de los productos; y hay
otras grandes áreas, como son, por ejemplo, las
olivareras, de un interés excepcional para España,
donde el cultivo deja periodos de largos meses de total
desocupación de los hombres. Las tierras de esta clase
necesitan complemento, bien por los pequeños regadíos,
donde se trasladen los trabajadores durante las épocas
de paro involuntario, bien por el montaje de pequeñas
industrias, accesorias de la agricultura, para que
puedan vivir los campesinos durante estas largas
temporadas.
Una vez hecha esta clasificación de las tierras; una
vez constituidas estas unidades económicas de cultivo,
entonces llega el instante de llevar a cabo la reforma
social de la agricultura, y fijaos en esto: ¿En qué
consiste, desde un punto de vista social, la reforma de
la agricultura? Consiste en esto: hay que tomar al
pueblo español, hambriento de siglos, y redimirle de
las tierras estériles donde perpetúa su miseria; hay
que trasladarle a las nuevas tierras cultivables; hay
que instalarle, sin demora, sin espera de siglos, cono
quiere la ley de contrarreforma agraria, sobre las
tierras buenas. Me diréis: pero ¿pagando a los
propietarios o no? Y yo os contesto: Esto no lo sabemos;
dependerá de las condiciones financieras de cada
instante. Pero lo que yo os digo es esto: mientras se
esclarezca si estamos o no en condiciones financieras de
pagar la tierra, lo que no se puede exigir es que los
hambrientos de siglos soporten la incertidumbre de si
habrá o no habrá reforma agraria; a los hambrientos de
siglos hay que instalarlos como primera medida; luego se
verá si se pagan las tierras; pero es más justo y más
humano, y salva a más número de seres, el que se haga
la reforma agraria a riesgo de los capitalistas que no a
riesgo de los campesinos.
Ahora, todo esto no es más que una parte; esto es
volver a levantar sobre una base material humana la
existencia de nuestro pueblo; pero también hay que
unirlo por arriba; hay que darle una fe colectiva, hay
que volver a la supremacía de lo espiritual. La Patria
es para nosotros, ya lo habéis oído aquí, una unidad
de destino. La Patria no es el soporte físico de
nuestra cuna; por haber sostenido a nuestra cuna no sería
la Patria lo bastante para que nosotros la enalteciéramos,
porque por mucha que sea nuestra vanidad, hay que
reconocer que ha habido patrias que han conocido cunas
mejores que la vuestra y la mía. No es esto: la Patria
no es nuestro centro espiritual por ser la nuestra, por
ser físicamente la nuestra, sino porque hemos tenido la
suerte incomparable de nacer en una Patria que se llama
precisamente España, que ha cumplido un gran destino en
lo universal y puede seguir cumpliéndolo. Por eso
nosotros nos sentimos unidos indestructiblemente a España,
porque queremos participar en su destino; y no somos
nacionalistas, porque ser nacionalistas es una pura
sandez; es implantar los resortes espirituales más
hondos sobre un motivo físico, sobre una mera
circunstancia física; nosotros no somos nacionalistas,
porque el nacionalismo es el individualismo de los
pueblos; somos, ya lo dije en Salamanca otra vez, somos
españoles, que es una de las pocas cosas serias que se
puede ser en el mundo.
Este sentido de España se nos había ido arrancando
implacablemente; de una parte, por la ironía corrosiva;
de otra, por la tosca falsificación. Algunos, en busca
de la elegancia, se volvían de espaldas a nuestras
cosas; los otros caían en la gruesa vaciedad de
convertir en caricatura patriotera esta cosa delicada y
exacta de España. Y así se vio que entre las dos
corrientes de la ironía y de la ordinariez pudo llegar
un momento en que casi todos los que aspiraban a
sentirse fuera de la ordinariez o libres de la ironía
se fuesen alejando de España, fuesen expulsando de su
alma, como si fuera una claudicación, este apego a España.
Con ello se fue borrando de las almas iodo lo que confería
a la existencia dignidades de servicio colectivo;
llegamos los españoles a ver espectáculos como éste:
a sacerdotes y a militares que, sitiados por la ironía,
creyeron en serio que tanto la Religión como el Ejército
eran cosas llamadas a desaparecer, reminiscencias de épocas
bárbaras, y se afanaban por ser tolerantes, liberales y
pacifistas, como para hacerse perdonar la sotana y el
uniforme. ¡La sotana y el uniforme! ¡El sentido
religioso y militar! ¡Cuando lo religioso y lo militar
son los dos únicos modos enteros y serios de entender
la vida!
Por eso nosotros queremos para toda la existencia
española, para toda la existencia de nuestra Falange,
un sentido de servicio y sacrificio. Por eso vienen a
nosotros, nos miran cada vez con ojos de mayor
inteligencia, estas juventudes a la intemperie que
dejaron los sombrajos de la izquierda y de la derecha
porque sabían que allí no se les presentaba, con
justificación entera, la ocasión de servicio y
sacrificio. Estas gentes vienen a nosotros, participan
de nuestro espíritu, se alistan, al menos
espiritualmente, bajo nuestras banderas. Y no hay quien
nos confunda: tenemos las caras bien limpias y los ojos
bien claros. Todos los que vienen a pedir sombra a
nuestras banderas para encubrir reminiscencias antiguas,
nostalgias espesas de cosas caducadas y bien caducadas,
se alejan pronto de nosotros y luego nos calumnian o nos
deforman. En cambio, los buenos, los que sirven, desde
nuestras filas y desde fuera de nuestras filas, van
percibiendo nuestra verdad. Y a esos que están fuera de
nuestras filas, a esos que nosotros no queremos absorber
en nuestras filas porque no nos importa ser los primeros
en la cosecha, a ésos les decimos: Falange Española de
las J.0.N.S. está aquí, en su campamento de primera línea;
está aquí, en este contorno delimitado por las
exclusiones y por las exigencias que he dicho, si queréis
que vayamos por él todos juntos a esta empresa de la
defensa de España frente a la barbarie que se le echa
encima. Así estamos todos. Sólo pedimos una cosa: no
que nos deis vuestras fichas de adhesión, ni que las
fundáis con nosotros, ni nos coloquéis en los puestos
más visibles; sólo pedimos una cosa, a la que tenemos
derecho: a ir a la vanguardia, porque no nos aventaja
ninguno en la esplendidez con que dimos la sangre de
nuestros mejores. Nosotros, que rechazamos los puestos
de vanguardia de los ejércitos confusos que quisieron
compramos con sus monedas o deslumbramos con unas frases
falsas, nosotros, ahora queremos el puesto de
vanguardia, el primer puesto para el servicio y el
sacrificio. Aquí estamos, en este lugar de cita, esperándoos
a todos: si no queréis venir, si os hacéis sordos a
nuestro llamamiento, peor para nosotros; pero peor para
vosotros también; peor para España. La Falange seguirá
hasta el final en su altiva intemperie, y ésta será
otra vez –¿os acordáis, camaradas de la primera
hora?–, ésta será otra vez nuestra guardia bajo las
estrellas.
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